Se quedó sentado frente al monitor intentando sacudirse las últimas palabras del cerebro pero, a pesar de la obstinación, de la necesidad, del talento, de la locura, de la insistencia, nada parecía suceder, nada.

Tomó el último de sus relatos e intento acabarlo, de golpe. Tal como lo había iniciado una noche hace tiempo.

"El primer golpe lo sintió en su pecho, era la bala; el segundo, se alojó en lo más profundo de su alma, era su recuerdo..."

"Morir pensando en ella", se dijo con una alucinación tal que sintió de pronto cómo volvía la sangre a su corazón que parecía de piedra. Su palpitar le producía un agujero en el pecho tan profundo que era imposible detenerse en su caída.

Morir pensando en ella.

No, no es posible. No puede ser de esa manera. No puede ser algo tan cínico, tan absurdo.

Decidió entonces dejarlo, tal como había quedado hace meses, allí, en la primera frase de la historia.

El café sobre la mesa se había enfriado desde el primer instante en que se lo había servido.

"No dejes que se enfríe el café. El café se debe tomar caliente", dijo el eco en su habitación, emulando la voz de su abuela que aún rebotaba en los rincones de la casa después de su muerte.

Era él quién se había preparado la taza de café. Necesitaba estar despierto. Necesitaba escribir, escribir sin descanso para dejar de sentir que estaba solo. Intentaba escribir, sin lograrlo, algo distinto a lo que venía repitiendo desde la última vez que se sumergió en sus ojos: su nombre.

"Entonces, sin esperar a que la noche terminara de cubrir el horizonte, decidió correr hasta su casa. Decidió, por fin, correr hacia ella."

No. Ella no. Hacia ella no. No puede ser posible. Nadie puede correr siempre a la misma dirección. Nadie puede tener siempre el mismo horizonte por costumbre o por adicción. Nadie puede vivir tanto tiempo con el mismo susurro en la boca. Nadie.

Sonó el teléfono. No era una noche para evitar llamadas. Era la víspera de año nuevo, sin embargo, sumergido allí, entre esas letras grises y maliciosas, le costaba mucho levantarse de su sitio. Su cuerpo era una roca inmensa sumergida en sus memorias. Sus ojos eran luces lánguidas y tristes. Su voz callaba.

El teléfono insistió. Una, dos, tres, muchas veces...

Afuera, la gente coreaba al unísono los últimos segundos de la noche, los últimos segundos del año.

El estaba quieto frente a su computadora, sacudiendo ideas en su cerebro, intentando sin descanso sacarla de su mente.

El teléfono insistió toda la noche y madrugada.

El aún insiste en olvidarla.