"¡Es - me dije - una visita que llamando está a mi puerta:
eso es todo y nada más!".

Fragmento de El Cuervo, de Edgar Allan Poe




"Las noches de verano son perfectas para explorar el firmamento", se dijo a sí mismo, mientras consumía lentamente su último cigarrillo y formaba un aro de humo de una bocanada. "Sin nubes, es fácil ver las constelaciones y, si es posible, hasta estrellas fugaces. Sin nubes es imposible perderse", pensó.

No es que sepa mucho sobre estrellas. Apenas conoce algunas constelaciones. Orión, la Osa, las Pléyades y Tauro integran su lista de astros conocidos. Es curioso porque ni siquiera sabe exactamente dónde están estrellas como Aldebarán o Meissa, que pertenecen a sus constelaciones amigas. Sin embargo, para él, no son detalles importantes.

Lo importante es tener una excusa para ausentarse por un momento de todo, para sentir que está en otro lado, en otra dimensión, en un espacio donde puede hacer algo diferente, algo que realmente disfruta.

El pequeño parque cerca de su casa se convirtió de pronto en el sitio perfecto para escaparse y fomentar su extraña afición de contemplar el cielo en busca de astros fugaces.

La luna, las estrellas y un par de cigarrillos le ayudan a ordenar u olvidar sus repetidos y cansados pensamientos cotidianos. Prefiere pensar en cuántas estrellas pueden existir en el universo y si todas tendrán nombre propio. Prefiere contemplarlas e imaginar que ríen para él.

En estas y otras cosas similares pensaba cuando esa voz misteriosa rompió el silencio de la noche interrumpiendo sus pensamientos:

— ¿Terminó su escrito, joven?
— ¿Mi escrito? —respondió sin darse cuenta que se estaba involucrando en una conversación.
— Sí, su escrito... su cuento, ensayo...
— ¿Mi cuento, ensayo...? —preguntó, como si lo hiciera para sí mismo.
— Sí, ese que lleva tiempo escribiendo y no ha podido terminar.

Entonces reaccionó. Se incorporó rápidamente de un salto sobre la grama donde estaba acostado y exploró con su vista a su alrededor para ubicar de dónde venía la voz e identificar a quién pertenecía.

— Disculpe. No quise asustarlo —le dijo quien le hablaba, con aparente pena.
— ¿Me conoce? —le preguntó, con incertidumbre.
— Le he visto aquí; ahora más regularmente.
— ¿Me vigila?
— No, no.
— ¿Cómo sabe que escribo?
— Pues, verá, tenemos, o teníamos, un amigo en común.
— ¿Un amigo?
— Sí, más o menos.

Un fuerte viento nocturno sacudió de su cabeza las otras preguntas que habían explotado en su mente en ese instante. La conversación se detuvo, pero no por voluntad de ninguno de los involucrados. Era como si algo o alguien les diera una pausa para un reconocimiento. Acababa de fumar su último cigarrillo y algunas nubes se amontonaban en el cielo como observándolos.

– Es extraño, ¿no cree? No suele llover en esta época del año —observó el extraño, sin identificarse.

Sus palabras, como ecos, parecían coplas recitadas al compás del viento. Venían de menos a más, amplificándose lentamente hasta llegar a sus oídos y luego se apagaban, como si fueran llamas de algún sonido milenar.

— ¿No hay suficientes palabras? —preguntó el extraño.
— ¿Para qué? —respondió confundido.
— Para su escrito.
— No, no las hay.
— Ah, entiendo.

Otro silencio se situó frente a ellos sin invitación. Las nubes habían cubierto el cielo por completo. No era posible ver ni luna ni estrellas. Hacía mucha brisa y frío. Algunas hojas aprovechaban el viento para liberarse de su árbol hacia la nada, al vacío. Otras se aferraban a sus ramas con obstinación. Las primeras gotas de lluvia cayeron sobre sus cabezas.

Antonio se frotó los ojos, aclaró su visión y examinó el lugar, todos los rincones posibles. Tuvo la sensación de que la naturaleza entera estaba conspirando contra él o que, de alguna manera el destino o un ente superior, quería empujarlo a reaccionar.

Observó cuidadosamente a su interlocutor. No parecía peligroso, ni demente. Sin embargo, no era normal que se presentase a él de esa forma, sin conocerse y menos que conociera detalles tan personales como sus escritos. No era una conversación normal de ninguna manera.

— Debe saber, joven, que nunca habrá suficientes palabras para todo. Debe entenderlo.

La solemnidad de esa declaración le provocó un escalofrío. Una descarga eléctrica recorrió su cuerpo inmóvil que empezaba a vestirse de lluvia.

— ¿Cómo dijo que se llama nuestro amigo? —preguntó Antonio.
— No lo dije.
— ¿El le ha mostrado mis escritos?
— Sólo fragmentos, borradores, ideas...
— ¡Imposible!
— ¿Qué es imposible? ¿Esto? ¿Nuestra conversación? ¿O que sus ideas no sean anónimas?

Antonio se abstuvo de contestarle. Estaba sucediendo nuevamente la misma situación que aquella noche. Debía estar volviéndose loco o estar soñando. Nadie conocía sus borradores, ni sus fragmentos, mucho menos sus ideas. Nadie, excepto él, sabía de ellos.

— No quiero aturdirlo —le dijo el extraño.
— Pero lo ha hecho —respondió Antonio con cierta angustia.
— Lo siento, no era mi intención.
— ¿Su amigo...?
— Descuide. Sé que no fue su intención. ¿Cómo podía evitarlo?

El estornudo de un relámpago interrumpió con violencia la conversación. Antonio no pudo evitar asustarse, cerrar los ojos. La lluvia violentaba el ambiente con más fuerza. Al abrir sus ojos, su interlocutor había desaparecido, como un fantasma, o como una de sus ideas.

Confundido, regresó a su casa, sin prisa. No le importaba la lluvia. Una posible gripe o pulmonía no le preocupaban tanto como lo que acababa de pasar. Ahora tenía algo más importante en mente. Debía encontrar la forma de evadir este tipo de situaciones. Le pareció que ésta había sido suficiente, la última. Tenía que encontrar otro lugar donde ver estrellas y fumar sin sentir la amenaza que, de improviso, alguna hormiga u otro ser, comenzara a conversar con él, como ahora.

De ahora en adelante, sus fragmentos, sus borradores, sus ideas, no volverían a parar a la basura. Nunca se sabe quién puede estar leyéndolos sin que se dé cuenta.

No pudo evitar sentir un poco de culpa por aquella hormiga que aplastó en su jardín. Nunca fue su intención lastimarla. Tampoco pudo evitar pensar en el destino de la que acaba de conocer. Quizás la lluvia la arrastró o el viento, o quizás él mismo sin intención... uno nunca sabe.




David E. Alvarado
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